Pablo Huneeus
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MISS LAURA
por Pablo Huneeus

El sábado 8 de junio de 2013 estaba con mi campana de bronce firmando libros en el supermercado «Jumbo», centro comercial Alto Las Condes, cuando brota del público una dama alta de llamativos ojos celestes, rodeada de nietas en flor y carros de abarrotes.

–Señor Huneeus –dice en voz que sin ser fuerte sobrepasó el barullo ambiental –¿Sería a alguno de sus hermanos o a Ud. que le hice clases de «Spanish» cuando vivían cerca del colegio Saint George's?

–¡Miss Lucy! –le respondo confiado en mi memoria, –fue a mí porque los mayores partieron a Estados Unidos ya habiendo aprendido a hablar por lo que volvieron a Chile 100% bilingües.

–No, –me corrige, –me llamo Laura.

–¿Ve Ud.? –le digo tratando de excusarme, –es casi lo mismo, lo importante es que no la olvido, miss Laura.*

No la olvido porque a sesenta y cinco años de distancia ¿quién no reconoce a su maestra de parvulario? Su figura eterna de alta, su rostro de pómulos alargados, su alegre voz y actitud gentil, permanece en algún circuito neural de la masa encefálica, archivado en silencio justo al comienzo de la carpeta «sistema educacional». Sin proponérmelo ni tocar tecla alguna, se activó una aplicación que de golpe lleva al dispensador de autógrafos al pupitre de kindergarten. Otra vez más me encontraba ante la misma mujer que a los siete u ocho años de edad debió enseñarme a llamar las cosas por su nombre: Laura, no Lucy. Sorry, miss.

Otro motivo para no olvidarla es que en mis tiempos de profesor universitario leí un libro** que retoma la idea socrática de que el alma se impronta a tierna edad de valores ciudadanos y que después sólo impregnan la mente de actitudes anti sociales. Algo parecido había observado en la cátedra: mientras más nuevos los estudiantes, más altruista su motivación. En los cursos superiores sólo piensan en plata.

Ahí, en medio del tráfago de vivir, fue la primera vez que me detuve a reflexionar sobre mí pasada por el kínder, suceso del cual retenía sólo una sombría imagen. Pero ahora, ante la esbelta guía de mi escolaridad entendí que lejos de volver a la «dulce patria», había caído en la maldición bíblica de la Torre de Babel: la confusión idiomática.

Resulta que por los negocios navieros de mi padre, la familia zarpó a vivir en Nueva York cuando yo todavía era un crío de pecho, de unos seis meses, calculo por la foto del pasaporte.

Entonces, mis hermanos llegaron a Norteamérica sabiendo hablar –castellano al menos– y por la edad les debe haber sido fácil aprender a chapucear inglés.

En cambio, el príncipe de blanco en brazos de la reina madre, aterriza sin más vocabulario que el «agú» del lactante, y le toca balbucear sus primeras palabras al amparo de la Estatua de la Libertad.

Por los exiliados se sabe actualmente que el niño aprende naturalmente el idioma del ambiente, no el de la casa. Se produce así una rara situación lingüística observada en Moscú durante la dictadura: familias de chilenos cuyos chicos se gritoneaban entre ellos y con sus amigos en ruso mientras sus padres no entendían ni jota qué diablos berrean.

Así como lo primero que hace un niño tras aprender a caminar es correr a la calle, al empezar a hablar el instinto me propulsó hacia el mundo exterior, vale decir al lenguaje de mis vecinos, los comics, la radio y la guardería del «New Rochelle Yacht Club» donde me parqueaban día tras día con yanquis de mi edad.

Si bien por mi coloratura no pasaba por gringo, a los tres y hasta los ocho mi programación neurolingüística era totalmente americana. Tanto así que una carta (Ver Imagen) escrita a los siete a mi mamá cuando se me fue en un trasatlántico francés a Europa está dictada en inglés a mi hermana Tessie. Al final estampo mi rúbrica, no según mi fe de bautismo, –Iglesia de San Lázaro, calle Ejército esquina de Gorbea– sino con el nombre de pila asimilado junto al «Corn Flakes» y al «Ketchup» en nuestra casa de 95 Elk Ave, New Rochelle, NY 10809, EEUU, nombre que no es otro que el de mi contemporáneo roquero McCartney.

La carta, descubierta en el baúl de los recuerdos de mi mamá, data de agosto 1947 y sigue tan vigente como al mandarla a París. Ella falleció en octubre 2002, y otra vez más: Querida mamá, ¿cuándo vuelve? La extraño mucho… «I’m having fun at the club», me estoy divirtiendo en el club (de un país llamado Chile en vez del de New Rochelle) pero «I wish you were here», quisiera que Ud. estuviera aquí, montones de amor y besos de su hijo «Paul».

Así las cosas, al volver en 1948 la familia a Chile me pusieron junto a mis hermanos en un establecimiento carísimo, supuestamente de habla inglesa, llamado «Saint George's College», en ese tiempo ubicado en calle Pedro de Valdivia esquina de Pocuro, donde ahora hay un templo mormón.

Tal como yo entonces, y como hoy, aseguran alumnos de dicho plantel, es netamente de habla hispana; y sin entender el mascullar «shileno» nadie ahí, de ningún nivel, «cacha una».

O sea, el estado de confusión y retraimiento en que me encontró la tía Ester Huneeus de Claro (Marcela Paz) cuando la tribu en masa fue a esperarnos al aeropuerto de Cerrillos se agudizó al entrar al colegio. ***

«Terra incógnita», territorio inexplorado por la civilización, tan desconocido para mí como Bagdad de las mil y una noches a un chillanejo de pata 'n quincha.

El olor a bencina de la ciudad (New Rochelle, que es un suburbio de Nueva York, está junto al mar), los diarreicos microbios que junto a «campesinos y gentes del pueblo te saldrán al encuentro viajero», la pérdida de mis amigos y nanas, la nueva casa a medio construir, la absorción de mis padres por una intensa vida social, todo eso, sumado a la absoluta incomprensión del abejorreo reinante en el colegio, me sumió en una suerte de ostracismo –no hablaba con nadie– que sólo miss Laura captó.

Fue a hacerme clases particulares de lo que ella acertadamente denomina «Spanish», vale decir español desde el inglés.

Coincidimos en que fue en 1948 (año de la muerte del poeta creacionista Vicente Huidobro) pues en 1949, cuenta ella apoyada en un carro, se casó y no volvió a hacer clases.

En el jaleo del supermercado no alcancé a registrar su apellido ni dirección para ir a saber más de mí mismo. Tampoco tuve el minuto de agradecerle que me haya enseñado el idioma que por su acervo y riqueza estimula al escritor cual Steinway de cola al pianista.

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* La desmemoria de nombres, conocida también como desubicación, la consigna la sabiduría popular en el refrán «Sintió el gallo cantar y no sabe en qué lugar». Ver libro «Dichos de Campo» pág. 40.

** Robert Fulghum. «All I really need to know I learned in kindergarten». Ballantine Books, 1986.

*** Mayores detalles en el libro «La extraña historia de mi familia» Cap. V, Nueva Generación, 2013.

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