Pablo Huneeus
Seguir a @HuneeusPablo

EL ENROQUE DE LAS MALVINAS
por Pablo Huneeus

“Una manera de equivocarse, es tener razón antes de tiempo.” (Del libro de Marguerite Yourcenar: “Las memorias de Adriano”)
---------


El diplomático Ramón Huidobro no recuerda haber oído hablar de eso en la Cancillería, y Delia dice que lo debo haber soñado, pero fue idea de Gabriel Valdés Subercaseaux (1919-2010), cuando era Ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva, de 1964 a 1970.

– Tú sabes que el gran problema que tiene Inglaterra para soltar las Malvinas son los “kelpers” – dijo don Gabriel, mirándome de arriba abajo.

No sabía, y menos que eran referidos en inglés como “algueros”, pues “kelp” le dicen al cochayuyo. Tampoco, que eran virtualmente apátridas, y tal como a los súbditos de las colonias, sin derecho a la nacionalidad británica ni a establecerse en Inglaterra. Meros inquilinos de una sociedad anónima llamada “Falkland Island Company”, una antigua ovejería al estilo estancia magallánica, nadie daba un peso por ellos.

Las acciones de dicha sociedad, que andaba tecleando luego de la caída del precio de la lana, se transaban en la bolsa de Londres, sin que ningún inversionista de ninguna parte demostrara interés por explotar esos páramos a 12.000 km. de Europa y a 480 km. por mar batida de Argentina.

Así todo, no podía el viejo imperio abandonar esa gente sin poner en peligro Gibraltar, una posesión inglesa de gran valor estratégico y alto rendimiento económico, reclamada hace siglos por España. De no respetar el principio de autodeterminación de quienes las habitan pacíficamente desde 1833, Inglaterra pierde su principal argumento para mantener su enclave al sur de la península Ibérica.

Los malvinenses eran poco más de dos mil almas, en su mayoría de origen galés y escocés, familias de escandinavos descendientes de los cazadores de ballenas, más su contingente de chilotes que, sufridos como son, se habían asentado en esos inhóspitos peladeros donde el viento polar no deja árbol alguno crecer.

– Son muy testarudos y no quieren nada con Argentina, –prosiguió el pariente Canciller (era primo de mi padre), – pero tú podrías convencerlos de que se vengan a colonizar alguna isla del sur, en Aysén o Magallanes, donde estarían mucho mejor.

Claro, pensé, la isla Riesco entre Puerto Natales y Punta Arenas, Dawson, Taitao. las Guaitecas, isla Margarita en el canal Puyuhuapi y tanto bordemar de frondosos bosques y lindos parajes que los chilenos tenemos abandonado. Tal como con la colonización alemana de Llanquihue el siglo XIX, a cada familia se les podría dar en propiedad un predio para que la habite y trabaje.

– Así Chile, junto con ganar gente de ñeque, le soluciona al Reino Unido el problema humano que tiene para devolver las islas esas, Argentina por la “paleteada”, cede a Chile el Beagle y quedamos todos amigos.

En esos años, 1967, 68 yo dirigía el SENCE, que tenía entre sus funciones calificar las solicitudes de visa de inmigración, cuidando que no afectasen el empleo de compatriotas. Habíamos facilitado la venida de floricultores japoneses e ingenieros australianos, especialistas en lubricación de maquinaria minera, por lo que supuse ser ese el motivo de don Gabriel para considerarme un Pérez Rosales en potencia.

Sus razones eran otras.

– Tú serías la persona ideal porque fuiste educado en Inglaterra, conoces los canales y los Huneeus son todos locos. – añadió.

– Como si los Subercaseaux no fueran todos rayados, –repliqué para mis adentros.

Sería una misión oficiosa, una locura mía de ir a tantear terreno para luego, en plena era de Reforma Agraria, en que patrones e inquilinos se pelean la tierra fácil, promover una colonización de labradores esforzados. Alcancé a averiguar que debía tomar en Montevideo el vapor a Port Stanley, y permanecer al menos tres semanas allá, antes que pasara un buque al continente.

Dicho enroque de inspiración humanista era una jugada maestra de la diplomacia y el entendimiento, pero tal como mucha idea demócrata cristiana, quedó ahí no más. Le faltó voluntad al gobierno y ñeque al infrascrito para llevarla a cabo.

Cual presagio de terremoto la tensión siguió aumentando en el sur. Bajo la cerrazón de niebla del régimen militar que asoló a la vecina república, en noviembre 1978 casi invaden Chile para asentar la soberanía trasandina de las islas en la boca oriental del Beagle, y el 2 de abril de 1982 su infantería de marina ocupa las Malvinas.

La Primer Ministro del Reino Unido, Margaret Thatcher, decidió pelear de vuelta y por 74 días ambas naciones combatieron por aire, mar y tierra.

El 2 de mayo un submarino inglés torpedeó el crucero argentino General Belgrano, matando a 368 marinos. 48 horas después la aviación argentina hundía el destructor HMS Sheffield, donde murieron al menos 20 tripulantes.

Si Argentina hubiese dirigido la superioridad de su fuerza aérea contra los transportes británicos de tropas, en vez de empecinarse con los mejor defendidos buques de guerra, otro habría sido el resultado.

A raíz de la guerra, el parlamento de Westminster pasó una ley por la cual los otrora postergados “kelpers”, adquirieron plenos derechos de súbditos de Su Majestad, la reina, además de variadas granjerías.

Con muertos y orgullos heridos de por medio, imposible hoy tan gentil arreglo como en algún momento cierto caballero pensó.

Moraleja: entre vecinos, mejor una solución humanista a una militarista.

Contacto Pablo Huneeus