Pablo Huneeus
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BACHELET, LA MAMITA DE CHILE
por Pablo Huneeus

Chile, país machista y mal educado, estaba en deuda con una figura clave de su historia: la mamita de campo. Es la mujer que nos crió de niños, estuvo siempre en la casa y dedicó su vida a servir la familia.

Piedra angular del señorío, ¡dale que pela papas y teje chombas! Ella fue quien endulzó la infancia con manjar blanco batido a mano, barrió el piso todas las mañanas del mundo, sirvió la buena mesa, nos enseñó el avemaría, ahuyentó el asma con sahumerio de eucalipto, y dio pecho al principito cuando a la patrona le faltó leche.

Es invocándola a ella que el héroe pregunta antes de entrar en combate: ¿Ha almorzado la gente? Como buen hombre de campo, sabía el capitán Arturo Prat Chacón, nacido en una hacienda de Ninhue, provincia de Ñuble, que sin la mamita, o su versión uniformada, nadie a bordo de la “Esmeralda” tendría ánimo de pelear.

A su madre se le honra citando su segundo apellido, y a su viuda bautizando con su nombre liceos de niñas, pero a su nodriza, Silesia Vincent, ¿quién la recuerda? Nació Prat medio asfixiado, sumamente débil, y fueron los cuidados de la mamita Silesia, que hicieron de ese niño considerado raquítico, un joven fornido, apto demás para la marina de guerra.

Además del Combate Naval de Iquique, la patria le debe la porotada con rienda que infundió bravura a la infantería en Maipú, el plato de albacora frita con arroz y tomate que puso músculo a las salitreras, y la camisa limpia del patrón, tan elegante y bien planchado. Todo, junto al brasero en invierno y el pan amasado al desayuno, vino de esas manos que, al tomarlas para despedirnos, estaban mojadas de tanto lavar ropa sucia en artesa de palo.

Y nos fuimos los valientes, del campo a la ciudad. En tropel, a partir de la década de 1950 arranca la más grande estampida migratoria desde la fiebre del oro en California, cuando miles de chilenos se embarcaron a tentar suerte en San Francisco. Esta vez, empujada por las importaciones de trigo americano, que tornaron inviable la agricultura familiar, la populación rural se agolpó como pudo en la metrópoli.

Adiós noria con sapos, chao noche oscura, a veces estrellada, pero siempre de miedo. El caballo fiel, el canturreo a la sombra de la higuera, la pala y la hojota, a igual que la tumba de los viejos en el cementerio perdido, todo quedó atrás en pos de la modernidad. Agua de la llave, luz eléctrica, ¡tele!, subsidios, título de abogado, ahí estaba la cosa.

En palabras de Carmela, la huasita del musical “La Pérgola de las Flores”, de Isidora Aguirre: “Yo vengo de San Rosendo a vivir a en la ciudá. Allá la vida es bien sana, pero nunca pasa ná. Se trabaja todo el día, se duerme al anochecer. Y apenas clarea el alba trabajamos otra vez.”

En la debacle ocurrida al desuncir los percherones del carretón, sin antes saber manejar el automóvil, también dejamos olvidada en el caserón del fundo a la Leono, la misia Silesia de Leyda. Leonor Álvarez estaba al servicio del tata Ricardo desde los quince años, dicen, cuando la pasaron a dejar porque sus padres se iban a la guerra. ¿Qué guerra? ¿De dónde venían? No se sabe, como tampoco hay noticia de si tenía en Cuncumén una hija, obra del Espíritu Santo, o si alguna vez le dolió algo o estuvo un minuto sin trabajar.

Los primos recordamos sí, y con nostalgia, una especie de remo que tenía para revolver el manjar blanco en el caldero de cobre que ponía al fuego hasta que el mejunje borboteara cual geiser del paraíso. ¡Bate que bate chocolate!, decía a medida que la nata iba adquiriendo el tono beige del néctar de los dioses.

Fue la Leono quien cuidó a Papán en su larga enfermedad de niño. Era la regenta del gallinero francés, la madre de todas las cazuelas, la celadora del huerto para que hubiera fruta el verano entero y la centinela de la casa en invierno. Verdadera garante, por encima de toda sospecha, de que cada escopeta y bota de montar que le confiáramos, estaría a vuelta de año en su lugar.

Curiosamente, al abandonar Chile la vida de campo, la nueva generación del estamento patronal deja arrumbadas en el fundo sus camas y petacas, pero se lleva a la capital sus viejos usos y costumbres. Su sentido de clan, racismo, complejo de superioridad e instinto depredador de dinero lo incorpora a los códigos secretos de la modernidad.

Como por compromiso la gran empresa industrial que comienza a desarrollarse en la post guerra –mineras, constructoras, aerolíneas, bancos– reproduce en su fuero interno la organización social de la hacienda, con los mismos roles y jerarquías aprendidos por la clase alta en siglos de gran señor y rajadiablos.

El directorio, con sus prebendas y salones alfombrados toma la forma del típico club social de provincia, reservado a los machos ricos. El gerente es el administrador del fundo; la fuerza pública está para hacer en grande los trabajos sucios otrora reservados al capataz; el personal de la empresa es visto y tratado cual inquilinos de fundo, como entes de otro planeta. Los proveedores y contratistas vienen a ser los medieros; y la secretaria, la guinda del pavo.

En medio de esta vorágine de pasar del achacoso cuadrimotor DC-6 al estilizado jet Boeing 707, del guatero con uñas a la mujer gomero y de la casa con jardín al departamento en altura, fueron anidándose en el inconsciente colectivo dos añoranzas de la república señorial: el tren al sur y la mamita de campo.

Ni los revolucionarios, ni los salvadores de la patria, y menos los economistas e inteligentes pudieron suplir esas falencias del alma nacional. Contacto humano y emotividad le faltaba a la alta dirección pública, era demasiada la arrogancia y venalidad de la clase política. Mamacita mía ¿dónde estás?, clamaba la psique colectiva.

He ahí la exclamación del más linajudo de los zares de finanzas que haya tenido el país, Nicolás Eyzaguirre Guzmán, hijo de la encantadora actriz Delfina Guzmán Correa, economista de Harvard y ministro de Hacienda del presidente Lagos del 2000 al 2006. En una entrevista en el diario “La Tercera” de Agosto 2005, al comparar a la fría e inteligente Soledad Alvear Valenzuela con la más popular Michelle Bachelet Jeria, apoda a esta última de “mi gordi”.

Nótese el adjetivo posesivo “mi”, típico del patrón de fundo, como ha sido tanto miembro de la estirpe de Eyzaguirre. Se jactan de mis inquilinos, mi capataz, mi abogado o mi cocinera como quien habla de mis galgos corredores, mis paquetes accionarios o mis cabezas de ganado.

Produjo escándalo tan machista declaración, pero también en su franqueza dio el campanazo para señalar que esa doctora aplicada, soltera y trabajadora era la encarnación viviente de la mamita de campo que todos llevamos en el corazón.

Ahí está, –dijo inconscientemente Eyzaguirre, –Michelle es la ama de casa y cálida madre que nos espera con el brasero encendido. Ella escucha, ella comprende.

De ahí en adelante, para Bachelet llegar al palacio de La Moneda fue pan comido. Bastó que ante los dueños de Chile diera las necesarias pruebas de sumisión, que dejara en claro que no venía a cambiar nada ni a imponer una idea de país, y que nos asegurara, como buena sirviente, que “estoy contigo”.

El “estoy” de su slogan de campaña sí que lo practicó a cabalidad, pues siempre, en toda circunstancia, cumplió con lo primordial de una mamita que es estar ahí. Dispuesta para las cámaras, sea viajando, inaugurando retenes o veraneando, nunca dejó la casa sola. Todo fue servir, ni un minuto para ella.

Tampoco introdujo en palacio a un masculino, pues el patrón sabe al contratar una pareja que si ella cocina de maravillas, él es un papanatas. Mejor, sola.

Y lo principal, bueno, que a vuelta de año cada escopeta y bota de montar siga en su lugar.

Dedicación total, virginidad temporal y que no robara, era todo lo que se esperaba de ella y ¡qué bien había cumplido con esa tríada de virtudes! Tanto, que iba camino a ser endiosada, junto a la virgen del Carmen y la sargento Candelaria. Pero, entonces vino el terremoto.

¡Así es Chile! Por fornida que sea una imagen, de un remezón saltan a la vista sus flaquezas.

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