Pablo Huneeus
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EL CHILENO Y EL MAR
por Pablo Huneeus


Hay mucho hombre de campo en Chile, gente que genuinamente ama la agricultura, goza a caballo y es feliz en su fundo o parcela de tierra adentro. Desde las huertas papayeras de La Serena a las estancias ganaderas de Magallanes hay toda una maestría rural que se manifiesta en los placeres del asado bajo el parrón, en nuestro folklore (Violeta Parra, por ejemplo), en la tenida del huaso con botas y en la infinidad de dichos de campo, tipo “no hay zorro cojo cuando lo siguen los perros”, que jalonan el habla.

El hombre de mar, en cambio, es un espécimen raro de la fauna nacional. Considerando la inmensidad que se extiende más allá de las playas –en su mayoría desiertas– pareciera que en la copia feliz del Edén siempre fuera día martes, pues no hay nadie que se embarque. Las personas que nacen con el bichito de la navegación, el buceo o la vida del mar quedan al margen del perfil chileno, que se ha vuelto citadino y blandengue.

¿En la era digital, hay alguien que viaje por mar de Valparaíso a Valdivia? ¿Por qué las papas de Chiloé las llevan a Antofagasta en camión, que es tanto más caro? ¿Cómo explicar que los únicos en surcar por gusto el mar que tranquilo te baña sean turistas en cruceros venidos de Europa? ¿Hasta cuando, remedan que la zona austral, unida por estupendos canales de navegación, está “aislada” por falta de carreteras para vehículos terrestres? ¿Quién me convida a salir a la albacora?

A pesar de la importancia del mar en la historia y la economía, nadie repara en su belleza ni en su gente. Tiene poca presencia en la cultura y los esquemas mentales que animan el devenir chilensis son terrenales, como si la república terminara dónde comienza el océano.

¿Quién lee hoy “Tierra de Océano, la epopeya marítima de un pueblo terrestre”, de Benjamín Subercaseaux (1902-1973)? ¿Por que no se ven más los libros de Enrique Bunster (1912-1976) “Un velero sale del puerto”, “Bombardeo de Valparaíso” “Mar del Sur”, “Aroma de Polinesia”, etc. Por ahí se encuentra una reedición que el 2001 hizo Zig Zag de su “Lord Cochrane”, donde muestra en toda su gloria la habilidad de un marino audaz, el primer almirante de la Armada de Chile.

También han ido fondeando la obra del muy viril Francisco Coloane (1910-2002) oriundo del puerto de Quemchi, hijo de un capitán de ballenero, autor de “El último grumete de la Baquedano”, “Cabo de Hornos”, “Golfo de Penas”, etc. Como si las olas que revientan en la playa fueran una pared que cierra el futuro esplendor, la literatura, las ciencias sociales y el periodismo se han alejado del mar, junto a los políticos y educadores.

Por su parte la tele, siempre tapada de luciérnagas, a lo sumo filma a pescadores cuando marchan por el centro, sin jamás mostrar desde una chalupa la faena de pesca, o desde cubierta lo que es aprovisionar un faro. El mar, como la mina, es cosa de hombres bien definidos, no de manitos quebradas.

En cuanto a pintura, fuera de las marinas heroicas de Thomas Somerscales (1842-1927) y de los típicos veleros estacionados en Angelmó, que nos legara Pacheco Altamirano (1903-1978), no hay mayores pinceladas de ese universo de 2.400.000 Km.² –tres veces la superficie terrenal del país– que configura el mar presencial de Chile (doce millas de mar territorial y doscientas de zona económica exclusiva).

¿Y tanta agua para qué? Para tenerla de desagüe de cloacas urbanas, vertedero de residuos industriales y de pasto a cuánto buque factoría nipón, escandinavo o apátrida venga a matar ballenas, delfines, atunes, jurel, pez espada, merluza y demás “biomasa” que caiga en sus redes, incluyendo tortugas y cachalotes.

En Calbuco hay ahora astilleros para carenar buques factoría españoles, de los que a bordo van procesando todo cuánto atrapan día y noche, sin control ni vigilancia. Las salmoneras noruegas, avaladas por el gobierno central, dejaron los canales del archipiélago de Chiloé plagados de caca de las balsas jaulas, pudrición fecal que ha infestado tanto a los propios salmones como a los cultivos aledaños de choritos de exportación. Hasta el pejerrey –el mayor potencial de alimentación popular- se ha perdido.

Las concesiones para criar peces o mariscos, ¡típico!, son para las grandes empresas extranjeras y no para los ribereños que habitan las islas.

Encima, las mejores facilidades portuarias del sur son para que calladamente los barcos chiperos de Japón, agazapados en el misterioso puerto San José, se lleven hecho astillas nuestro bosque nativo. Hasta se permiten vaciar en el mar territorial las miles de toneladas de líquido de otros ecosistemas, –fluidos industriales quizás– que traen de lastre.

Entretanto, a los pescadores artesanales sí que les imponen cuotas de captura.

Es la manifestación tangible del ascendiente hortelano del chileno. Más que comer el hueso que nos queda grande, interesa evitar que otro perro sacie su hambre, aunque sea a costa de dejar que el buitre se lo lleve. Si una secretaria sigue cursos vespertinos de contabilidad y sube, entonces sus compañeras, en lugar de tomarla de ejemplo, la chaquetean con rumores de promiscuidad que terminan enlodándolas a ellas también.

Por eso, preferimos frenar al del lado que avanzar nosotros mismos; que venga un forastero, como mister John Thomas North (1842-1896) a hacer fortuna con las salitreras, que confiarlas al empresariado nacional.

Igual, más odiosidad hay entre vecinos de un mismo campamento que contra el enemigo común, lejano e invisible, que los tiene a todos jodidos.

La gente de mar, tal como los rusos y americanos en el espacio, tiende más a ayudarse en la noche oscura que a demarcar lindes. Es demasiado enorme el océano, demasiado frágil nuestra embarcación, aunque sea de fierro, como para ignorar el peligro de perderse en los horizontes sin límite que hay tras hundirse a popa el último picacho de la cordillera.

Y siempre, en calma o tormenta, al otro lado del casco, sea de tablas o de chapa, está el reino profundo esperando acogernos. Basta a veces escupir al cielo para desatar la tormenta que nos lleva a pique. Puede ser un tronco medio sumergido a proa, una roca disimulada o una colilla de pucho cerca del estanque. Sí, el mar es veleidoso, invita a la aventura, pero nunca se sabe.

No es sorprendente, entonces, que sin distinguir babor de estribor, políticos de mentalidad pueblerina se agiten por una línea imaginaria sobre un mar insondable. A ellos no les toca más que volar a París, a dilapidar dinero del contribuyente en abogados y champaña.

Total, la guerra la arman viejos, la pelean jóvenes y la ganan siempre los banqueros.

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