Pablo Huneeus
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¡ESTAMOS EN CHILE!
por Pablo Huneeus

Si al alba llegas a este país en un magnífico Lufthansa proveniente de Frankfurt, al cruzar la cordillera verás como quieren en Chile al amigo cuando es forastero. A tu derecha, el monte Aconcagua, el más elevado e imponente del hemisferio. Desde los diez mil metros de altura a que vuela un jet, no hay en el mundo picachos nevados, abismos de roca viva y lagunas radiantes tan impresionantes como las de la fértil provincia y señalada.

A tu izquierda, mirando ahora por una ventanilla de babor, digamos, advertirás que pasado el macizo andino se extiende el largo valle de la gente tan soberbia, gallarda y belicosa que habla el soldado poeta Alonso de Ercilla. El sol naciente baña de oro la nación que no ha sido por rey jamás regida, ni a extranjero dominio sometida. ¡Lindo país, buen tiempo, qué felicidad!

Pero hay una sombra gris allá abajo, un banco de niebla al noreste de la capital. De tono acerado, un cerco de cerros de mediana altura lo mantiene encajonado como diciendo: ¡peligro, nubes con cuesco! Entonces, tras completar el titánico Boeing 747-400 de Lufthansa un amplio giro en descenso, verás ¡horror! que las ciento y tantas toneladas de aluminio motorizado se abalanzan en picada contigo adentro hacia el epicentro de la vaporosa masa.

— Bitte Herr Kapitän!, —quisieras gritarle al piloto, — wir laufen doch nicht mit dem Kopf durch die Wand. Por supuesto, le repito: no queremos irnos de cabeza contra el muro, mire que tengo importantes negocios que hacer con el jaguar de la economía. Mas ni la boca alcanzas a abrir, porque bajan las 18 ruedas del tren de aterrizaje —las patas de la bestia—, se estiran los alerones de frenado y comienza el típico tembleteo que precede al encontrón con el sólido elemento.

Las casitas muy lindas y chiquitas en las faldas de los cerros enclavadas ¿qué se hicieron? ¿Será por esto que o la tumba serás de los libres?

Levantas la vista en busca de la blanca montaña, la majestuosa, y apenas divisas la punta del ala sumida en la cerrazón de niebla que corre rauda volviéndose más y más densa. Del cielo azulado y su futuro esplendor sólo queda lo que más te dio por baluarte el Señor: miedo.

17h25 de vuelo perfecto sobre mares y pampas no pueden terminar así, piensas. La expresión pánico de la valkiria disfrazada de azafata, quien se ha ceñido doble cinturón de seguridad sobre sus hombros—ni que la fueran a crucificar— te recuerda que el mayor peligro de la aviación no es el viento cruzado ni la lluvia, sino la falta de visibilidad.

O de transparencia, pues de nada sirven que las más puras brisas te crucen también si la turbiedad del ambiente oculta los torcidos senderos de la copia feliz del Edén.

He aquí, pues, la primera muestra de la hospitalidad chilena: hacer el aeropuerto emblema del asilo contra la opresión en una planicie pantanosa que desde tiempos ancestrales, se sabe, tras la puesta del sol se cubre a ras de suelo con un insondable vaho hasta la media mañana del otro día.

Luego, no podía ser de otra manera, vienen los trámites. Largas colas, largas como el país mismo y como las horas de trabajo que pierde la ciudadanía sea para tomar locomoción, sobrepasar el taco u obtener algún papelito. Esperas pacientemente tu turno para someterte a la mirada inquisidora del policía. Al ver que se aglomeran más y más pasajeros, te preguntas ¿por qué habiendo tan pocos vuelos a estas latitudes llegan todos juntos? ¿No será que en este país dan los noticiarios al unísono? Deduces bien si concluyes que la manada berrea siempre con una sola voz.

Pero en medio de tus meditaciones un raro efluvio penetra tu nariz, baja a tus pulmones y se integra a tu sangre para alcanzar tus más íntimas células. Es el característico olor a deyección humana. ¿Alguien que no pudo aguantarse? ¿Un pedo anónimo? ¿Quedó la cagada?

Es muy persistente la hediondez. Cada país tiene su perfume, piensas: la fragancia del jazmín en Kashmir, el olor a enchiladas de maíz en México o el suave aroma a té con muffins de Inglaterra. Entretanto, el hedor a letrina de campo invade con creciente fuerza el moderno hall de Policía Internacional y parece aumentar de volumen con el aerosol que las vendedoras del Duty Free esparcen en un desesperado esfuerzo por disimular que algo huele mal.

Recuerdas, ¡ah como el olfato aviva la memoria! que pasado la medianoche, al momento de desaparecer Hamlet en pos del fantasma de su padre, su guardaespaldas Marcellus exclama: “Something is rottten in the state of Denmark”

Sospechas, naturalmente, que en el país del mar que tranquilo te baña, las cosas no son como parecen a primera vista. Tal como dice la canción, campesinos y gentes del pueblo te saldrán al encuentro, viajero, pero además, saldrán a recibirte burócratas embrolladores, taxistas garroteros y zancudos.

¿Zancudos? ¿Qué es eso? Es el mosquito anofeles que se da en abundancia en las inmediaciones del aeropuerto y cuya hembra pica disimuladamente al hombre para dejarle su buena roncha, si no un denge o una encefalitis. Esto porque construyeron el nuevo aeropuerto de Santiago (Cerrillos lo cerraron) no sólo donde ocurre la mayor concentración de neblina de toda a región metropolitana; es también donde confluyen las excretas del barrio alto de la capital.

El pueblito se llama Las Condes
y esta junto a los cerros y el cielo.
Y si miras de lo alto hacia el valle
tu veras que lo cruza un estero... (Chito Faró)

Pues bien ese idílico estero que baja cristalino de la cordillera, no es otro que el río Mapocho, el huraño torrente que desde la encopetadas comunas de Las Condes y La Dehesa en adelante recolecta defecaciones del sector oriente y centro de Santiago. Con tan digestivos aportes, a medida que baja por la ciudad se va hinchando hasta que pasado Renca y Cerro Navia, siempre a un costado de la Costanera Norte, es una espesa alcantarilla a tajo abierto que termina rodeando en lentos meandros el aeropuerto internacional de Pudahuel.

En esos bajíos lleva en sus aguas cien millones de coliformes fecales por litro donde, azuzados por la fragancia, se crían los más impetuosos zancudos del país. El Mapocho es así, la demostración metafísica de que en Chile se respeta la ley, empezando por la del gallinero.

Fue para devolverle su pureza (y hacerse de mucha coima) que el gobierno le encargó a unos españoles construir, no lejos del terminal aéreo, la planta de tratamiento de aguas servidas “La Farfana”. El 2003, al inaugurarla con gran fanfarria, el presidente Lagos Escobar, adalid del bajo pueblo, junto con señalar que estaba ante una de las tres plantas más modernas de mundo con tecnología de punta, agregó: “Sin embargo, el desarrollo y el progreso hay que pagarlo. Eso harán los vecinos de Pudahuel por una suma equivalente a dos cervezas mensuales, o sea 900 pesos”.

Al mes y medio, una falla en los digestores causó el acumulamiento de 90 mil toneladas de caca fresca y la consecuente dispersión de fetidez en las populosas comunas de Pudahuel y Maipú, fetidez que hasta el día hoy, amable huésped del campo bordado de flores, estás invitado a compartir.

Entretanto, los 900 pesos que los 468.390 habitantes de Maipú junto a los 194.417 de Pudahuel (Censo 2002) deben pagar como suplemento en sus cuentas de agua potable por tan aromático desarrollo y progreso alcanzan a sus buenos cinco millones de dólares para la empresa concesionaria Aguas Andinas, filial del consorcio ibérico Aguas Barcelona.

Todo, en circunstancias que no les presta beneficio alguno, que los malos olores están peores que nunca y que la gente siente náuseas y vergüenza con el tufo a cloaca. ¿Será la venganza del rey Borbón por haber sido justo ahí donde el 5 de abril de 1818 los patriotas chilenos libraron contra las tropas del imperio español la Batalla de Maipú que había de sellar la independencia de la República?

Tú, viajero, saldrás pronto, pero el personal del aeropuerto sí que la sufre pasarse el día entero respirando mierda. Ellos has de saber, viven en el país cagado de arriba abajo que hay bajo las complacientes sonrisas, el país de los endeudados y expoliados por la autoridad, donde en lugar de asaltar a caballo el tren, como en las películas de cow boys, se roban el ferrocarril entero, con sus estaciones, locomotoras y cuentas bancarias. ¿Acaso pensaste que al sur del mundo no hay noche ni chamullos?

Has aprendido así la primera lección para entender un país llamado Chile: nada es como parece ser. Bajo las apariencias formales, algunas magníficas y ordenadas, hay siempre una red de compadrazgos y arreglines.

Igual, cuídate de opinar o de preguntar derechamente. Aunque los verdaderos amigos critican de frente y alaban por la espalda, a nadie aquí le gusta que duden. Menos, quedar como idiota. Durante tu estadía, encontrarás mucho inteligente patentado que se ofende hasta de un discreto consejo de cómo hacer las cosas mejor.

Entonces, cuando en la bruma sientas fantasmas y preguntes porqué en este país cuatro imberbes logran asaltar a nueve oficiales del ejército alemán de paso en Iquique; la doctora presidenta inaugura un hospital inconcluso en Curepto; cambian buses amarillos, que no le costaban un peso al fisco, por chatarra enchulada que le cuesta al contribuyente 40 millones de dólares mensuales; la Subsecretaria de Transportes vende frambuesas; se entrega a China parte de la producción de cobre a un dólar la libra cuando vale cuatro; los libros y la bencina tienen los más altos precios del planeta, y así ante tanto absurdo verás que la única explicación es: bueno, ¡Estamos en Chile!

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