Pablo Huneeus
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TRANSANTIAGO, O EL DESPOTISMO DE MEDIO PELO
por Pablo Huneeus

Cuenta Bill Gates en una entrevista en el “Daily Show” de CNN que en Miscrosoft cuando tuvieron listo, o mejor dicho creyeron tener listo, el nuevo Windows Vista, decidieron mandárselo a quinientas familias en siete países para que lo probaran, por si acaso.

Ocho mil observaciones recibieron, tantas que el proceso de ajuste entre el programa como lo concibieron los genios y su entrada en escena como producto terminado, vale decir apto para la gente, tardó dos años más.

Fue sólo entonces que lo lanzaron al mercado y si el Windows Vista funciona, como seguramente lo hace regio, es porque recibió esa tan necesaria bendición “Vox populi, vox Dei”.

Esto, porque el caos y desconcierto en que se encuentra sumido el pueblo santiaguino con la puesta en marcha del proyecto “Transantiago” que cambió por decreto los recorridos, precios y colores de los buses urbanos, es el resultado directo de una manera muy distinta de hacer las cosas.

En lugar de consultar al usuario y de considerar las ideas o sugerencias de la gente para mejorar el transporte urbano, una cáfila de operadores políticos y agentes financieros se reunió, whiskey en mano, bajo la efigie del Su Majestad Louis XIV (1638—1715), el rey de los galos que acuñara el santo y seña del despotismo: L'état, c'est moi!.

Arrellanados en sillas giratorias que vuelven hacia donde más calienta el sol, idearon este negocio bajo los cánones del capitalismo hispánico, que entrega propiedad pública (las calles en este caso) a determinados concesionarios para que la exploten en exclusiva, cual monopólico estanco, asegurándoles un jugoso lucro. Estamos hablando de los mil ochocientos millones de pesos que a diario paga la clase trabajadora por andar en micro, los que ahora han de ser recaudados por un único ente del capital financiero.

A igual que las autopistas, si la gente no paga, entra la ubre fiscal a amamantar de urgencia al concesionario con un millonario “ingreso mínimo”. Es como si yo edito un libro y si no vende, el Estado me paga la impresión. Así ¿quién va a querer hacer algo bueno, bonito y barato?

Este modelo de negocio basado en el amarre gobierno—empresa privada, tal como lo comentamos en “Nuestra Mentalidad Económica”, lo estrena en Chile su primer gobernante y empresario minero, el conquistador Pedro de Valdivia (1502—1553). En sus cartas al emperador Carlos V, solicita el privilegio de importar en exclusiva esclavos de África. Los “inobedientes” naturales del “valle que se dice Chile” no querían dejar sus huesos en el socavón de la mina ni servir como Dios manda a los patrones de fundo. ¡Qué traba a la economía!

Con el advenimiento de la ilustración, movimiento que sobrevoló las colonias españolas, empieza a surgir en Europa la visión liberal del ciudadano como actor de su propio show.

No tanto ni tan luego. Mejor que todo sea para el pueblo, pero sin el pueblo, es la reacción de la nobleza el siglo XVIII. Al menos Louis XIV ejerció su poder absoluto con estilo. Junto con crear las condiciones para que florecieran figuras como Molière, La Fontaine y Racine, emprendió la construcción de estupendas obras de arquitectura, como el palacio de Versailles, que son glorias del buen gusto.

En cambio su “El Estado soy yo”, que creíamos superado por el avance de la democracia, es hoy la filosofía que impulsa a estos politicastros y tecnócratas (arquitectos, alcaldes, ingenieros, agentes inmobiliarios) para hacer de la ciudad —la “civitas” nuestra de cada día— un apiñamiento de edificios desproporcionados, feos, y desagradables de habitar.

Inspirado en esa mentalidad, el Transantiago no podía ser sino una oda al despotismo de medio pelo. Sigiloso en su concepción, arrogante en su montaje y falsario en su realización (viejos buses con nueva pintura) necesariamente tenía que ir a contrapelo, pues alarga los tiempos de viaje, afea la ciudad (ver el mamarracho de paradero frente al Centro Cultural de Alameda 123) y encarece la vida.

La reacción de la urbe ha sido la misma del cuerpo humano si de un día a otro le cambian su sistema circulatorio. Anemia de transporte acá, coágulos de atochamiento allá, transfusiones forzadas por tener que cambiar la sangre dos o tres veces para efectuar el mismo recorrido antes de una sola y larga vena, los glóbulos rojos llegando tarde y agotados a las células básicas. Todo, bajo el apremio de los noventa minutos que dura el pasaje.

Representa, pues, la fragmentación social, la incapacidad de un pueblo de gobernarse a sí mismo y sobre todo, la opresión de una Constitución dictatorial, que margina de las altas esferas el sentir mayoritario. Es otro efecto tangible de estar Chile, tal como lo indica la ONG “Freedom House” de Nueva York, lejos de ser una democracia plena en que se respeten los derechos civiles

Si no me gusta el Windows Vista, sigo con mi XP y si me da la gana instalo el Linux, tal como si no me conviene el supermercado voy al almacén de la esquina. Pero con este “modelo de negocio”, fue avasallada la opinión y prohibida la libre elección. ¿Por qué no dejar los antiguos recorridos al menos hasta que el experimento funcione? ¿Había que concentrar, otra vez más, todo ese equipamiento social en Santiago? En vez de buses a petróleo ¿no será mejor tender líneas de tranvías eléctricos?

Moraleja: para que algo funcione debe alcanzarse por la razón, no por la fuerza.

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