Pablo Huneeus
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LA AGRICULTURA CHILENA ¿QUÉ SE HIZO?
por Pablo Huneeus

La mitad de la tierra cultivable de Chile está abandonada. Es la impresión que deja recorrer en auto los 1109 kilómetros que separan mi ruca en Calbuco de mi choza en Santiago. Zarpé con la primera luz, 6:40 AM, bancos de niebla a la vista, música de Mozart en los parlantes y una estimulante fragancia de manzanas chicheras, recién cogidas del árbol, dándole ambiente campestre al motorizado móvil.

El objetivo del viaje era ir al otro día al puerto de San Antonio a retirar de la aduana una máquina desbrozadora que hacen en Alabama, USA, para limpiar terrenos enmalezados sin necesidad de correrles fuego. Es algo así como una corta pasto gigante, con tracción propia y motor de 8 hp, que lleva la cuchilla rotatoria adelante y trae una sierra circular especial para el matorral grueso. (Pesa 170 Kg., –sólida la cuestión– y vale como US$ 2.600.-)

Naturalmente, entonces, me vine cateando las pegas que hay para tal máquina, los potreros cubiertos de maleza que se beneficiarían con una limpieza. Primero, vienen los 27 Km. hasta llegar a la “Ruta 5 Sur”, como pomposamente le pusieron los burócratas al único camino longitudinal del país (¿dónde está la ruta uno, la dos o la tres?). Son vastos humedales, en su mayoría terrenos ñires de matorral espinudo, o sea no apto para siembra ni forraje, entre los cuales hay algunas plantaciones de eucaliptus y una que otra casita de colono con su diminuta superficie apotrerada para huerta de papas y unos corderos para el asado. La lana natural ya no se explota debido al bajo precio, tanto así que en Chaitén se ven piños enteros sin esquilar, con la lana que debiera haber sido esquilada en primavera colgando en hilachas del animal, mientras otros se refriegan contra las ramas para sacársela de encima.

Ya sobre la autopista, me entretuve las diez hora siguientes al volante (venía solo) tratando de diferenciar las tierras trabajadas de las abandonadas, las que se distinguen fácilmente por el pasto alto, signo inequívoco de ausencia de ganado, y por las manchas de mora, chacay, aromo y demás arbustos invasivos que crecen a la diabla.

Recordé un viaje en tren de Kyoto a Miyuyima, donde uno ve tierras tanto o más irregulares que las chilenas, pero cultivadas con hortalizas hasta la mismísima línea del ferrocarril. Los huecos de las rotondas, lomas, patios traseros, antejardines de mansiones junto al mar, todo con betarragas, repollo, frutales, crisantemos y de un cuanto hay, primorosamente trabajado. Los cerros, cubiertos de frondoso bosque nativo que allá no se toca, pues saben bien que son la reserva de agua y vida.

Por cierto, en Llanquihue y Frutillar, hay hermosas empastadas y cantidades de vacunos tomando aire. También en La Araucanía vemos vestigios de agricultura familiar: casas de predios medianos, con su bodega y su tractor, campos mantenidos con orgullo, limpios y ordenados. Lindos trigales por Lautaro, frutales de exportación pasado Chillán, viñas y más viñas de Talca en adelante, maizales en Chimbarongo y los sandiales de Paine.

Pero además, entre los horrendos letreros camineros que infestan el paisaje, uno va viendo cantidades de predios desatendidos, melgas de papa que no se hicieron, arrozales que no se llenaron, potreros buenos para el trigo y la cebada que no se sembraron, yerba crecida por todas partes, mucho pasto de las llamas con su correspondiente humareda ¡que afán de incendiar el campo! y gran cantidad de superficie agrícola ocupada por la industria forestal con su nefasto pino insigne. A diestra y siniestra, casas de campo en ruinas, estupendas praderas charqueadas como “parcelas de agrado” y potreros perfectamente acondicionados para la labranza, seguramente de riego, en zonas de migajón profundo, pero silenciosamente despechados, como si ya nadie en Chile quisiera su tierra.

Duele, no el trigo perdido ni la leche derramada, sino la gente, porque el agro, más que un “sector” de la economía es el padre de la sociedad. De la tierra venimos, ahí empieza todo, en la madre naturaleza.

Mientras la ciudad disgrega la familia, el campo la une. Y los problemas de la urbe –cesantía, amontonamiento humano, delincuencia, drogadicción– son la consecuencia lógica de reventar la agricultura a escala humana y con ello forzar a miles de familias, incluyendo la mía, a migrar del campo a la ciudad. Es toda una forma de vida que se va en cada potrero abandonado; desarrollo de la personalidad independiente, valores morales, contacto con la naturaleza, el gusto de vivir en lo propio, el trabajo junto a los suyos y el placer ¿por qué no decirlo? de levantarse, calarse las botas, oxigenarse a concho con el frescor del alba y exclamar, mientras uno ensilla su jamelgo, ¡chita qué lindo el día!

Fui a buscar mi máquina y mientras esperaba al agente de aduanas subí a la parte alta de San Antonio, por el Jockey Club hacia el hospital, para mirar la bahía. Hartos busques descargando, containers y más containers, unos llegando, otros partiendo, pescadores volviendo de la mar, sacando pecho arriba de sus chalupas parecen tenores haciendo su entrada a la ópera. Pero en el muelle norte, la explicación de todo lo anterior: un barco granelero.

Gris, con ese aire siniestro de los submarinos, interminable de largo, descarga por unas tuberías especiales el pan nuestro de cada día, vale decir trigo de Arkansas y Wyoming. Porque a mister Farmer su gobierno le paga un generoso subsidio para que siga produciendo y continúe viviendo la vida que le gusta, además de tenerle el tío Sam excelente educación pública a mano, movilización gratuita para los niños, telefonía y electricidad a bajo precio, máquinas como la mía exentas de IVA, bencina barata y carreteras sin peaje.

Por algo será que se escribieron en castellano, no en inglés, las “Coplas a la Muerte de su Padre”, en cuya estrofa XVI Manrique parece estar hablando de lo que fuera nuestra poderosa agricultura:
¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
que trajeron?

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