Pablo Huneeus
Seguir a @HuneeusPablo

EL LIBRE MERCADO DE LAS IDEAS
O EL DERECHO A OFENDER (1ª parte)
por Pablo Huneeus

La tragedia “El Rey Lear” de Shakespeare, comienza con ese viejo monarca anunciando a la corte que repartirá el país a sus tres hijas, destinando la mejor parte a la que más amor declare tenerle a él, su padre.

La mayor, Goneril, casada con un subido por el chorro, le dice con obvia hipocresía que lo quiere más que “la vista, el espacio y la libertad”. La segunda, Regan, quien junto a su ambicioso marido también aspira a las más lucrativas concesiones, manifiesta ser “enemiga de todo otro gusto” que no sea estar junto a papito Rey. Pero la menor, Cornelia, su más leal colaboradora, la única que lo cuida en su vejez, rehúsa seguirle el tren a sus cínicas hermanitas.

En lugar del florido discurso que esperaba el pleno de la corte, ella se limita a decir en voz baja. “ama y calla”. Entonces Lear, enfurecido, le grita lo que viene a ser el problema central de la libertad de expresión: “¡Cómo, cómo, Cornelia! cambia un poco tu discurso; no sea que arruines tu patrimonio.”

De la oscura Inglaterra de la Edad Media, donde se origina ese drama, a la copia feliz del Edén habitada por “los ingleses de Latinoamérica”, ha habido poco progreso en lo que a sinceridad se refiere. Por un lado, vemos cómo una nueva clase de asomados se ha enriquecido adulando la tiranía. Tal ha sido el costo de esa tecnocracia de santurrones lindos que rodearon a los generales, que el propio Pinochet una vez en el Club de la Unión se quejó de “los amores pagados”.

Y por otro lado, los chilenos nos caracterizamos por el miedo a llamar las cosas por su nombre, a emitir opiniones y hasta a pronunciar las palabras enteras. A pesar del Tratado de Libre Comercio y de la supuesta modernización de la economía, el flujo de ideas en la sociedad chilena permanece estancado por esquemas arcaicos. La represión a la primera de la libertades, que es la de sacar la voz, se origina en la Encomienda de Indios instaurada a sangre y fuego por el conquistador español. Pero hasta el día de hoy esa impronta imperial es mantenida en la República por medio de leyes que además de aminorar la personalidad, de mermar la innovación y de empobrecer el discurso público, exponen a quien emita ideas críticas a penas que van desde el presidio hasta a la incautación de bienes.

Ni caricaturas políticas quedan. Prensa popular o regional, menos. Los diarios de la plutocracia están mortales de fomes e intrascendentes. Estudiantes, trabajadores y el país profundo en general, carecen de voz en los medios. La TV alcanza su más bajo nivel mientras la mayor parte de las radios ha caído a manos de charlatanes de a peso. Libros bajo el IVA. Y continuamente despiden, castigan o se querellan contra quien emita una opinión distinta al dogma del Pensamiento Único. Hasta por contar chistes un capitán de Carabineros pierde la pega.

Esto, en circunstancias que según reza el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de comunicación.”

Ahora bien, tal como me preguntara Lucho Jara en el programa “Vértigo” de Canal 13, ¿esto de difundir informaciones, rumores u opiniones, incluye el derecho a injuriar a la autoridad?

Rotundamente sí. Toda persona que sube al escenario público –ministro de Estado, obispo, artista, senador, líder sindical, modelo o escritor– está sujeta al escrutinio público. Voluntariamente, sin que nadie lo obligue, ha aceptado ser objeto del derecho de opinión, el que puede ser tanto aplausos como abucheos. Si no le gusta que su vida y obra sea examinada por la opinión pública, de acuerdo, que se dedique a la agricultura sin dar entrevistas ni hacer olitas. Pero si sale al proscenio, ¡agárrese compadre, que vamos a galopar!

No hubo tiempo de ahondar la idea, sobre todo a la luz de que el Canal “Rock & Pop” pereció en 1999 bajo el peso de la censura y de que en Chile opera una policía de la TV llamada “Consejo Nacional de Televisión” que multa a los canales, –sean por cable, abiertos o satelitales– cuando rompen esquemas. Por eso ahora, lejos del peligro de causarle perjuicio a mis huéspedes televisivos, quiero explicar los fundamentos legales de esa tesis en la nación libre más exitosa y poderosa del mundo, la que imitamos en mucho de sus artilugios superficiales sin reparar en su esencia libertaria.

(Continúa la próxima semana con el fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso de la revista porno Hustler vs Jerry Falwell, un predicador evangélico que se sintió ofendido por un artículo lesivo a su honra y se querelló, con insólitos resultados, contra la publicación.)



Contacto Pablo Huneeus