Pablo Huneeus
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EL LIBRO COMO AMIGO DEL ALMA
por Pablo Huneeus

En un libro de setenta y ocho años atrás, llamado “Simbolismo de las Religiones” de Mario Roso de Luna, 1925, Verónica Crovari encontró una hermosa elegía al libro, la mejor y más vibrante que jamás haya leído. Tanto me emocionó que ella ha tenido la gentileza de digitarla entera para ofrendarla a todos cuantos escriban, editen o lean libros:

LA PALABRA SAGRADA, EL LIBRO Y LA BIBLIOTECA

Siendo la mente la facultad más preciosa, por lo mismo que a ella se debe el nombre de Manú o Pensador que el hombre lleva en casi todas las lenguas sabias, natural es que los instrumentos que la mente emplea para vencer al tiempo y al espacio, o sea los libros, tengan para la humanidad importancia capitalísima, sobre todo en esos verdaderos tesoros acumulados del saber de las edades que se llaman “Bibliotecas”, de “biblos”, libro, y también de “Biblos”, la antiquísima ciudad siria de la primitiva biblioteca caldea, junto a la desembocadura del Lita, uno de los tres ríos que con el Jordán y el Orontes, nacen de esa misteriosa meseta del Líbano donde antaño se asentara la ciudad del Sol o Helioópolis, hoy Baal-bek...

Un buen libro es la flor más preciada, el fruto más maduro y eterno que puede dejar un hombre a su paso fugaz por la vida terrestre. Por eso un eximio escritor, bajo el seudónimo de Malatesta, nos enseña en inimitable “crónica” Lo que dicen los libros, en conceptos que no podemos menos que transcribir:

“Mi familia son los libros, mi hogar, cualquier biblioteca. Quisiera que la humanidad hubiese hablado un idioma en todos los tiempos, para leer los libros de todos los pueblos. La pasión por el libro me ha proporcionado días de inefables goces y de pesares sin cuento. Porque un libro, como una mujer, ama como aborrece, se entrega o se resiste, es fiel o inconstante, acaricia o maltrata, hace reír o llorar, y, a veces, dormir profundamente.

En mi primera edad ame todos los libros, sin distinción de sexos ni categorías. Algunos, los de literatura, correspondieron a mi entrañable afecto, me amaron. Con otros, como los de matemáticas..., no pudimos entendernos nunca. Romeo y Julieta gozaron de una paz octaviana en sus amores, comparando sus desdichas con las que a mí me han proporcionado otros Capuletos y Montescos no menos tenaces y testarudos. Primero mis parientes, los cuales ponían el grito en el cielo siempre que me hallaban con un libro en las manos, luego mis amigos, que nunca me dejaron gozar de ellos tranquilamente, y por último, las mujeres. ¡Que de herejías me han hecho! ¡Cómo me cosieron con sus burlas! En muchas ocasiones fue la desigualdad de fortuna la que me impidió gozar del objeto amado. Como el célibe, que aburrido de las cuatro paredes de su casa, busca en la de un amigo la alegría y el calor que en la suya le faltan, así yo, en mis épocas de penuria, he recurrido a las bibliotecas de mis compañeros. Eran estas lecturas de libros ya conocidos, como renovación y recuerdo de antiguos amores, los cuales, muchas veces, terminaban en crueles desengaños.

¿Quién no ha visto a uno de tantos amantes, la mirada fija en un punto y el alma en los ojos, inmóvil bajo un balcón, pasar largas horas en semejante actitud, lo mismo en los ardientes días del estío que en los nevados del invierno? De igual modo han pasado para mí días, meses y aun años a pie quieto, frente a los escaparates de las librerías. Esta clase de espectáculo me han cautivado en todas ocasiones mucho más que la contemplación de la naturaleza. La luz del mechero de gas o de la lámpara eléctrica, reflejándose en las cubiertas de colores impresas, me atrae y da vértigo como si me asomara a un abismo.

La última edición de un libro antiguo es la vuelta de la primavera; florece de nuevo. Ante las obras impresas en idioma para mí desconocido me quedo largo tiempo en éxtasis; son mis amores platónicos. Cuando a través del cristal no alcanzo a leer un título o un nombre, siento el suplicio de Tántalo; ¡una frase de amor perdida! Obra nueva. Este anuncio, colocado entre las páginas de un volumen, me produce efectos extraordinarios: los ojos se me agrandan, la inteligencia se me esclarece, los nervios no me dejan en paz; me agito, me muevo, bailo, salto, gesticulo y río como un idiota. ¡Obra nueva! ¡Un libro más que leer! Para mí no hay alegría semejante; todo lo demás desaparece a mis ojos; todo menos la nueva obra, que se ofrece a mis miradas, hermosa, provocativa, deslumbrante, como si el sol, bajando a la tierra, se hubiera hecho libro.

El libro es hijo del papel y de la tinta. ¡La negrura de la tinta expresando la claridad de la inteligencia! Así debió salir el mundo del caos. ¡Los sentimientos del hombre confiados a la debilidad del papel! ¿Quién duda que el amor es heroico? El libro en manos de un librero es un esclavo; los libros no deberían venderse: deberían solicitarse, y su autor ser considerado como hijo de los dioses. El libro en manos inexpertas es un mártir; a toda persona que se le enseña a leer convendría enseñarle antes a tratar a los libros, como se educa a los niños al propio tiempo que se les instruye. Prestar un libro es ser cómplice de adulterio; el que lo roba efectúa un rapto; quien lo vende lo prostituye.

El libro en el escaparate es una joya; envuelto en un papel, una mercancía; en el bolsillo un recurso; sobre una mesa, un enfermo; en el suelo, un cadáver; en la biblioteca, una momia, y en la mano, ¡ah!, en la mano, es un libro. Un libro antiguo infunde respeto; viejo, mueve a compasión; sucio, parece un apestado; roto, hace llorar, y nuevo, se le ve sonreír. Los libros creados por el fuego de la inteligencia sería conveniente, en sus postrimerías entregarlos al fuego de la naturaleza; la madre ama a sus hijos; ¿por qué no devolvérselos? Sería un triple fiat lux: el de la creación, el de la vida y el de la muerte. Un libro cerrado es una noche estrellada; cuando se abre, amanece; el acto de cortar sus páginas tiene algo de alumbramiento o desfloración; quien lo hojea, lo acaricia, lo besa; leerlo es orar; comprenderlo es fortalecerse.

El libro mal cosido es una persona mal vestida; se parece a una mujer fea si está mal impreso; con erratas, es una hermosa tela con remiendos viejos y de distinto color; con dobleces, parece un mendigo; cuando la estampación es desigual, toma formas horribles, semejante a un hombre que, a la ves de tuerto, fuese cojo, manco, jorobado y sin dientes ni pelo. Cuanto más bellas condiciones tipográficas tiene un libro, tanto más gana el texto. La letra clara y holgada da claridad a los pensamientos; nos habla en voz alta cuando los caracteres de imprenta son grandes, y muy bajita cuando son pequeños. La cubierta de un libro es su fisonomía; su papel, lo que la ropa blanca a las mujeres, que cuanto más limpia y más planchada más seduce y enamora.

El cuerpo del libro es la margen; el alma, lo impreso; su edad, la paginación; el título, su nombre. Los grabados son la vanidad; parece que, antes que lo leáis, están ya diciendo: “¡Mira que buen mozo soy! ¡Que bellezas poseo! ¡Que cosas tan lindas digo!” Los con grabados son los seres más indiscretos, más inoportunos y más impertinentes que conozco; no tienen seriedad ni educación. Revelan antes de tiempo secretos que al lector únicamente toca descubrir; involucran los sucesos; desfiguran a los personajes y dan en tierra con el interés de la narración. Quien no sepa ver con el entendimiento, que cierre el libro. El que ve con la fantasía lo que lee, siempre se lo imagina más perfecto y acabado que el lápiz y el buril puedan hacerlo.

Leer es pensar y sentir, no mirar. Los libros con grabados son buenos para los niños. Los libros grandes me inspiran tanto miedo y temor, que los pondría en un atril, como en un altar, y leería sus páginas con el sombrero en la mano. El libro en rústica es el libro por excelencia. El hospital de los libros es el taller del encuadernador. Un libro en pergamino es un ictérico; un volumen manuscrito es una flor de trapo; los libros de lujo son la nobleza de la clase; los de escuelas y universidades apenas son libros. Un libro encuadernado en pasta es como un ser enterrado en vida; sus tapas son como la losa del sepulcro, entre las cuales y en letras doradas, se lee su epitafio. No hay nada tan semejante a un cementerio como una biblioteca de libros empastados.

El libro en rústica es comunicativo y espontáneo; en dondequiera que se le deja os sonríe, y por entre sus blancas márgenes deja escapar alguna palabra, os enseña una frase, con la cual os provoca y atrae. El libro en pasta, metido en sí mismo, se halla siempre cerrado a piedra y lodo; os muestra una superficie dura y compacta como una piedra; no tiene expresión ni dice nada; parece que está vuelto de espaldas, que lo desdeña todo; tiene cara de pocos amigos. Un libro en rústica es flexible, se adapta a vuestros gustos; parece que las palabras están saltando del papel, que las hojas se vuelven por sí mismas, que desea agradaros y ser vuestro, vuestro hasta la última gota de su sangre.

Uno en pasta se va de entre las manos; está siempre queriendo escapar; al menor descuido se cierra y os deja con la palabra en la boca; no podéis llevarle a parte alguna sin grandes molestias y dificultades. El libro en rústica es el libro de mis amores, mi amigo inseparable; dondequiera que voy me acompaña; unas veces en el bolsillo, otras en las manos, nunca debajo del brazo; lo llevo conmigo y me habla a todas horas; duerme a mi lado, come en mi mesa, hacemos juntos visitas y por la calle, en medio de la red de coches, tranvías, carros, automóviles y personas que la cruzan en todos los instantes del día, lo tengo ante mis ojos y leo tranquilamente palabra por palabra, línea por líneas y hoja tras hoja.

Mi ambición, mi ideal, es poseer una biblioteca en un jardín. ¡Flores y libros! ¡Perfumes y sentimientos! ¡Ideas y colores!

Temo la muerte porque vendrá a interrumpir mis lecturas. ¡Cuántos libros se publicarán después que yo haya dejado de existir! ¡Que buenas y bellas cosas se imprimirán que yo no he de leer! Esto me desespera.

¡Oh mis queridos libros, vuestros serán mi corazón, mi inteligencia y mi voluntad! No me habléis de mujeres, de fortuna ni de honores; dadme libros, más libros, siempre libros. Cuando la hora de mi muerte haya llegado y comience mi agonía, no me digáis palabras de consuelo, no lloréis; si me amáis, si queréis que muera dichoso, y la eterna sombra se ilumine, y el reino de la muerte me sea querido, abrid los Diálogos de Platón, y con voz clara, vibrante y sonora, leedme el Fedón sobre la inmortalidad del alma.”

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