Pablo Huneeus
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¡LEVÁNTATE MAPOCHO!
(Primera parte)
por Pablo Huneeus

Una de las viejas tradiciones chilensis es que ante cada lluvia de gota larga, el Jefe de Estado eructe que es la peor en ochenta años, vale decir desde tiempos de su abuela.

En efecto, ya el primer gobernante de la copia feliz del Edén, don Pedro de Valdivia hace casi un medio milenio, le escribe al emperador Carlos V una carta fechada 4 de septiembre de 1545, donde dice textualmente:

“En junio en adelante, que es el riñón del invierno, y le hizo tan grande y desaforado en lluvias, tempestades, que fue cosa monstruosa, que como es toda esta tierra llana, pensamos que nos anegaríamos, y dicen los indios que nunca tal han visto, pero que oyeron a sus padres que en tiempo de sus abuelos hizo así otro año.”

Luego, a lo largo del siglo XVI los adelantados españoles, apodaron al río Mapocho con el nombre de “El Camaleón”, pues pronto advirtieron el cambiante color de sus aguas; cristalinas en invierno, amarillentas cuando se tiñen con residuos de minerales azufrados, y barrosas durante los deshielos de primavera. Además, supieron por experiencia propia del variable nivel de sus humores, pues lo que en verano parece un simple pedregal cruzado por un arroyuelo que se pierde en la tierra –de ahí su nombre– cada tantos inviernos se abalanza, al son de sonajeras de piedras y de gemidos de los troncos que arranca a su paso, sobre la planicie donde hoy se alza Cretinópolis, capital de Tontilandia.

Esto, tanto por la peculiar pluviometría de la región, que concentra el grueso del agua caída en pocas semanas, cifra que varía mucho de un año a otro, como por las características de la cuenca que desagua. A partir de su confluencia con el estero Arrayán, la superficie de drenaje del río Mapocho abarca unos 900 km² de serranías andinas, de montañas que por su altura superior a los 2.500 metros carecen de vegetación protectiva y de escarpadas pendientes de material detrítico profusamente fragmentado por la última glaciación del período cuaternario. Entonces, los torrentes que descienden casi en vertical de las altas cumbres, ora por las lluvias, ora por los deshielos, arrastran consigo abundantes sedimentos, en parte mineralizados, junto a guijarros sueltos y rocas de mayor tamaño que se van moliendo al caer.

Tiene, pues, su personalidad. Por eso, cada vez que oigo rugir nuestro Támesis, como lo oigo rugir estos días, mis manos se van a un libro intitulado “Romance de la inundación que hizo el río Mapocho en 1783”. Es la edición facsímil del relato en verso octosílabo, escrito por sor Tadea García de la Huerta, de la tremenda crecida que ese año arrasó Santiago. Aparece citado en la “Historia de Santiago” de Benjamín Vicuña Mackenna (1831-86) y fue publicado en 1988 por la Sociedad de Bibliófilos de Chile.

“Se llamó a esta catástrofe la Avenida Grande”, nos dice en la presentación el historiador Hernán Rodríguez, “y su sola mención dio motivo a aterradores cuentos de invierno que mantuvieron viva en cuatro generaciones la desconfianza al río. Éste, ladino, agazapado en prolongadas secas, hacía parecer innecesario su amplio cauce de piedras, desdibujado por renovales de sauces, basurales y canchas de adobe.”

“En abril de 1783 el pobre caudal del Mapocho”, prosigue Rodríguez, “se oscureció luego de un violento temblor que remeció edificios e hizo cambiar el clima, desatando una lluvia interminable sobre la ciudad, el valle y los cajones cordilleranos ahítos, provocando el 3 de junio una riada que alarmó a los vecinos transformados, desde ese momento, en temerosos vigías del nivel de las aguas. En los días siguientes la lluvia no mermó, sino que arreció de tal modo que el 16 de junio el Mapocho era un mar bravío, con color y olor de tierra, que bajaba de los cerros con ruido apocalíptico, como si los Andes estuvieran desplomándose.”

En la memoria fresca y sin poemas que las recuerden, están las violentas crecidas de 1972, 1976, 1982 (la de Vitacura), 1987 y 1997. Por su parte, los cambios climáticos del planeta hacen presagiar la penetración de frentes cada vez más cálidos y lluviosos. Más aún, actualmente desagua en su parte alta el canal San Carlos que protege las comunas de Nuñoa y Providencia.

Ahora bien, lo anterior apunta a celebrar a los urbanistas de la primera mitad del siglo XX, quienes obraron lo único sensato que se puede hacer con tan singular reguero: abovedarlo desde su base con piso firme, vale decir construirle el amplio cauce de adoquines de cara lisa, firmemente empotrados, que va del puente del Arzobispo a la estación Mapocho. Es una albañilería nada de fea, inteligente, que denota respeto a la naturaleza del río, armoniza con el Museo Nacional de Bellas Artes a su costado y –lo principal- que año tras año funciona dejando pasar raudas hasta 600 mts³ por segundo de barrosas aguas. Pero entonces el afán de lucro metió sus manos al río..

El proyecto Costanera Norte, vehementemente impulsado por el entonces ministro de obras Ricardo Lagos, contempla una inversión de 470 millones de dólares para una autopista de seis carriles y de 30,3 kilómetros de largo que iría de Pudahuel a Las Condes. El peaje se cobraría por medio de un sistema “Tag” que identifica al vehículo como si fuera una llamada telefónica, registra su trayecto y luego envía la factura a domicilio, cual cuenta de agua o de luz..

Pero, respecto al río que aquí nos convoca, contempla en el lecho del Mapocho un túnel de siete kilómetros. Sería el más largo de Chile, en circunstancias que el de Lo Prado, de 2,8 km., y sin curvas, ya resulta claustrofóbico.

Para dar cabida a tamaña caverna con sus accesos, se le expropia al río parte de su ya estrecho cauce, dejándole por el lado sur un mero canalón por donde pretenden que corran mansamente sus aguas. Quien haya visto estos días al embravecido Mapocho dando tumbos entre defensas fluviales que apenas lo contienen, ocupando tanto el novel canalón como su ancestral cauce, se preguntará ¿qué van a hacer en su próxima crecida? ¿Aliviarla lanzando el canal San Carlos sobre los habitantes Ñuñoa y Providencia? ¿Dejar que el Mapocho recupere la Alameda? ¿Permitir impávidos que se ahoguen cuántos se encuentren al interior del túnel?

Más aún, dicha autopista subterránea y en parte a medio elevar, sigue las sinuosidades del río, obligando a hacer curvas cerradas que sobrepasan las normas mínimas de visibilidad, temas todos que analizaremos en la próxima entrega, junto a las objeciones ciudadanas a que maltraten de esa manera la aorta de Chile.

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