Pablo Huneeus
Seguir a @HuneeusPablo
MEMORIAS DE CHAITÉN
por Pablo Huneeus

El 24 de agosto del año 79 de nuestra era la ciudad de Pompeya, al sur de Italia, fue sepultada en el curso de una erupción del volcán Vesuvio. Desapareció por más de mil años bajo un manto de ceniza y lava, hasta que fue encontrada durante el Renacimiento, cuando empieza el hombre a interesarse en su pasado clásico –Egipto, Grecia, Roma- y a conocerse a sí mismo por medio de la navegación a vela: Cristóbal Colón, sir Francis Drake y Sebastián El Cano, el lugar teniente de Hernando de Magallanes, que completa, el 6 de septiembre de 1522, la primera vuelta al mundo.

Pompeya se visita desde Nápoles. Las excavaciones han vuelto a la luz preciosos mosaicos, esculturas y templos que se conservaron intactos, algunos con todo su colorido y ornamentación, en su milenario sarcófago de arenisca volcánica. Fue una urbe de gran riqueza y sentido del humor, como que uno de sus palacios, seguramente un banco o financiera, luce la inscripción “Salve lucrum” (Viva el lucro).

Sus habitantes, puede apreciarse, fueron literalmente petrificados en distintas poses, quedando algunos convertidos en verdaderas estatuas de mármol.

El botánico y geógrafo romano Plinio el viejo (Gaius Plinius Secundus) autor de la famosa “Historia Natural”, según cuenta su sobrino escritor romántico, Plinio el joven, el tío naturalista murió en Pompeya intoxicado por las emanaciones de sulfuro propias de la erupción. Había navegado desde Nápoles a tranquilizar a sus amigos al otro lado de la bahía, que estaban muy asustados con los continuos temblores y ruidos subterráneos, cuando en plena noche estalló en grande el cráter.

Todo esto, porque a su manera Chaitén, tras el catastrófico destape del volcán homónimo, está corriendo igual suerte. Si bien por su propia iniciativa se han salvado cuatro mil habitantes de quedar petrificados bajo el magma o de caer asfixiados por los gases abrasivos, queda la duda de si con el tiempo se irán encontrando leñadores o arrieros muertos hacia el interior.

La cifra de evacuados corresponde a cerca de la mitad de la población de la provincia de Palena, donde se encuentra enclavado el volcán.

Tampoco sabemos de los nobles animales que acompañan al hombre en su existencia. Con el forraje pasado de arenisca y el agua contaminada de azufre, al ganado –caballos, vacas y ovejas– le espera una muerte espantosa y al gato... ¿se acordó alguien del gato de la estufa, el que aleja ratones y calienta la cama? ¿Dejaron el perro a su propia suerte?

Y la gente ¿volverá?

Chaitén, oficialmente capital de la provincia, es una ciudad nueva a orillas del mar –linda playa, buen muelle- hecha en una planicie rodeada de abruptas montañas a su espalda. Sus calles son sumamente anchas, como llamando a un vasto desarrollo urbanístico, pero mucho sitio permanece eriazo, cual mesa servida a la espera de comensales que nunca llegaron.

Hay banco, hospital, iglesia, cárcel, aeródromo, municipio, carabineros, bencinera, escuelas y liceo. O sea los servicios básicos, además de luz eléctrica, agua potable y hosterías diversas. Pero falta algo; quizás sea agricultura, industria local o la tradición y arraigo de un lugar habitado por varias generaciones.

Esa precariedad, como que todo es por ahora no más, lo sentí mucho antes de saberse siquiera del volcán, cuando fui invitado en noviembre de 2000 a una Feria de Libros que se llevó a cabo en el Liceo Italia B-36 de Chaitén. La vida ya era difícil en esa lejana comarca, pero nadie, al menos estando despierto, sospechaba que llegaría a ser imposible.

Sin embargo, esa misma noción de ser peregrinos del “Mayflower” abandonados a su suerte, aunque muchos con suculenta asignación de zona, mezclada con el amor al terruño que evidenciaba la juventud nacida y criada ahí, daba como resultado una notable inquietud cultural.

“Es impresionante” consigno a la vuelta, “la cantidad de coros, de grupos de danza, talleres de poesía y de bandas de música que puede haber en una comunidad de apenas cuatro mil almas.”

”En Chaitén”, constato en esa oportunidad, la mentada feria “más que una expo cultural, es un manto de amistad que le tienden al escritor invitado. Visitas a las escuelas, parrilladas, reuniones con el taller literario, paseos a las termas, vinos navegados y noches de tertulia al son de la guitarra, se suceden sin parar. Y hay un afán latente en todo esto, de mostrar lo que se hace.”

Por eso, más que la suerte del perro o del gato, es la trama de relaciones humanas enaltecedoras –la cultura- que se pierde con la dispersión. ¿Volverá a funcionar ese taller literario? ¿La biblioteca? ¿El conjunto musical? ¿Habrá otra representación del grupo de teatro?

A igual que en Valdivia tras el terremoto de 1960 o en Nueva Orleáns luego del huracán Katrina el 2005, muchos de los sobrevivientes se van para siempre del lugar siniestrado, probablemente porque quedan eternamente traumados y profundamente marcados por el miedo de que vuelva la naturaleza a enojarse con ellos. La ciudad, entonces, como cuerpo social viviente, entra en un ciclo de desánimo y depresión del cual no se sale fácil.

Es en memoria del espíritu de Chatién, que a continuación reproduzco una crónica al respecto. Si bien fue publicada antes, incluye ahora el comentario de un amigo que pinta con su pluma a colores un verano en la zona.

LOS RAPEROS DE LA PATAGONIA (26-XI-2000)

Es tanto lo que llueve en Chaitén (42° 56 Sur, 72° 43 W), tantas son las noches y semanas enteras de chubasco eterno, que los huesos del ánimo se ablandan como tuto en la cazuela. Por eso, la gente acude regularmente a unas termas de aguas volcánicas, treinta kilómetros cerro arriba, que el buen Dios regaló a los humanos de estas soledades para desaguar sus almas.

Entonces, no bien se ha bajado uno del avión a hélice que entra rumbeando entre las montañas y ya le están ofreciendo viaje a las termas. Llegamos por aire –30 minutos desde Puerto Montt en un añoso bimotor cuyo pasaje cuesta más que Santiago – Buenos Aires, porque el único otro acceso es tras cinco horas en barco por el Golfo del Corcovado o vadeando ríos por las sendas de los caballos pilcheros desde Futaleufú.

Como sea, este acuoso antídoto de la depresión nos fue administrado ¡suerte tuvimos! un día de sol cristalino, enteramente despejado, que mostraba en toda su desnudez las mesetas nevadas del volcán Michimahuida (2404 mts.) frente a los vastos pastizales que suben por el valle del río Yelcho hacia los alerzales de la alta cordillera.

Vamos en la camioneta 4 x 4 del profesor de básica César Vilches, quien estuvo dieciocho años enseñando a leer a leñadores de Ayacara. Al cruzar un puente de tablones aparece la “Escuela Rural El Amarillo”. Niños juegan a la pelota en un patio rodeado de coigües. César detiene el móvil para que saludemos al profe. Sonriente, sale el maestro Alberto Riffo. Veintiocho alumnos tiene la escuela, 22 internos, sea porque sus padres viven en serranías de difícil acceso o por tener problemas de conducta en Chaitén.

En la gran sala, que sirve de gimnasio y aula magna, unos chicos ensayan para “el día de la manipuladora de alimentos” a celebrarse mañana. El profesor tiene su día, explica Alberto, el alumno, la patria, el apoderado, todos tienen su día, pero siempre es la cocinera que bate y bate el chocolate, por eso hicimos una fiesta para ella. Y el número que preparan no es otro que una exhibición de rap.

Esteban Castro y Jonathan Sánchez, hijo de recolectores de algas, dirigen el show. Once años tienen, pero nada de la timidez campesina vemos aquí, Hola, como estai? Saludan seguros de sí mismos. Se calzan gafas oscuras, ponen a todo volumen un cassette del grupo NSYNC y al son de “Bye Bye” empiezan las volteretas y vueltas de carnero propias de ese ritmo hip hop que agita a la nueva generación desde California a Ceylón.

¿Y cómo aprendieron el meneo que uno acaba de ver, asombrado, en las calles de Frankfurt? Lo trajeron ellos, replica Riffo, yo no tendría de dónde enseñarles algo tan moderno, y la idea de la Reforma es dejar al niño vivir su cultura, ayudarlos a desarrollar sus ideas, que ellos busquen e inventen.

O sea, la cultura corre como el viento alrededor del globo, y en esa velocidad de transmisión el joven siente que el gran mundo le pertenece, aún cuando se encuentre en los confines de la Patagonia.

¿Y la cueca? También hay conjuntos que la cultivan tanto en Chaitén como Estoclmo, y así como el vino chileno anda por todos lados, tanto en las llanadas del Palena como en las “bierstube” de Alemania cantan “Gracias a la Vida” de Violeta Parra.

Las termas exquisitas, son unos pozones de cemento bajo tejuelas de alerce. Entra un chorro de agua humeante, todo en medio de un bosque catedral.

A la vuelta, por el camino que serpentea los mallines (pantanos) había un concierto: Nicolás La Penna, quien llegó de hippie mochileando desde Wyoming toca guitarra y charango con los alumnos del liceo. Lindo instrumento el charango, se toma con gusto contra el pecho, tiene incrustaciones en maderas de distintos colores, ocho cuerdas, alegre y fácil. Uno de los virtuosos, Juan Carlos Moraga, tiene una “luthería” donde fabrica estas joyas con cedro español y caja de resonancia tallada en lenga, madera de singular sonoridad.

Unos turistas del Lejano Oriente acaban de comprarle varios. Rap del Bronx a la Patagonia, balaliakas de Chaitén a Samarkanda. Y así debe ser porque al fin de cuentas es un mismo aire el que respiramos todos.

RÉPLICA

Tu nota me hizo acordar el verano que pasé en Ayacara. Un mes pasé con mi primo Sergio en una cabaña de alerce usada ocasionalmente para la gente que subía a marcar a los baguales (vacunos salvajes). Esta quedaba al otro lado de una laguna que bloqueaba una cañada, a algunas horas del caserío.

Con un trineo fabricado a hachazos de un árbol bifurcado, una yunta de bueyes nos transportó el bote y cruzamos la laguna sosteniendo el hocico de nuestros caballos que iban nadando pegados a la popa. Allí pescábamos truchas salmonadas, cazábamos, soportábamos allí adentro días de lluvia piluchos (para no ahumar la ropa con el fogón que siempre ardía al medio) y salíamos con botas, gualatos para mariscar y con un hacha al hombro a cortar leña.

Después de una crecida que nos hundió el bote, nos fuimos a explorar la quebradilla rumbo a la cordillera. Al anochecer perdimos los caballos con nuestra ropa de abrigo y víveres y nos pasamos una eternidad correteándolos valle abajo donde la laguna les cerró el paso y se metieron solos al corral.

Gracias por haber resucitado esos recuerdos. Dr. Renato Aguirre, Arica.

Copyright Pablo Huneeus